Los eventos acaecidos en los últimos días y el agravamiento de los problemas que este país viene padeciendo durante los últimos dos años, han levantado un debate y un cuestionamiento sobre la oposición venezolana.

Desde diversas perspectivas, analistas y ciudadanos de a pie formulan sus hipótesis y debaten sus argumentos sobre la eficiencia, legitimidad, preparación, moralidad e integridad de la oposición venezolana. Casi todas las hipótesis bien argumentadas tienen sentido, lo malo es que en su mayoría se contradicen. Ante este panorama ya complicado, nos surge otro peor: el papel del liderazgo de los dirigentes de la oposición.

Y es ese punto, precisamente, donde centraremos nuestra atención.

El país se deshace, la línea imaginaria que forman individualmente las perspectivas económicas, políticas y sociales dentro del gráfico de conflictividad ya van convergiendo en una sola, comprometiendo de esta forma, no sólo la acción del gobierno para sobrevivir a esta crisis, sino la capacidad de la oposición para convertirse en una opción para salir de ella.

Dentro de este panorama, el gobierno tiene una lucha: sobrevivir en el poder; y la oposición tiene otra: alcanzar el poder. Hasta aquí la cosa pareciera simple, sobre todo si se piensa que quien nos metió en este paquete no tiene la capacidad de sacarnos de él.

Sin embargo, en la oposición pareciera que hay al menos tres corrientes: los pacifistas, los radicales y los del medio (aquellos que se separan de los puntos extremos, pero reconocen las verdades que existen en ellos). De estas tres corrientes también hay tres liderazgos: Capriles (los pacifistas), Leopoldo (los radicales) y Ledezma (los del medio).

De esas tres corrientes, dos ya parecieran estar alineadas en que la salida está en la calle, pero ¿en cuál calle? Para no entrar en describir lo que magníficamente el periodista Jesús «Chuo» Torrealba esbozó en su articulo publicado el día domingo, denominado «Decálogo de la protesta»[1], diremos que la calle no es un espacio en el cual se queman cauchos o se hace guarimba, la calle es un lugar donde nos encontramos los venezolanos que pensamos que el país no aguanta más las acciones de este gobierno.

La calle, entonces, es nuestra posibilidad de alcanzar en colectivo los espacios donde se toman decisiones, que desde lo individual no podríamos alcanzar. La calle, más allá de su legitimidad democrática, es el medio constitucional de protesta cuando el gobierno deja de representar a un sector -o varios sectores en este caso-.

Lo malo de la calle, es que demanda… y demanda mucho.

Demanda del gobierno, la humildad para escuchar y la sapiencia para rectificar; y demanda de quien protesta coordinación, visión, objetivos claros y liderazgo. La protesta no debe ser usada principalmente como un medio para derrocar gobiernos, eso, en todo caso, es una consecuencia de la poca capacidad de quien gobierna para entender y aceptar las causas que la originan. En este caso, tan dañino para la calle es sólo un liderazgo pacifista, como sólo un liderazgo radical.

Ambos extremos son perjudiciales como única opción, porque la calle requiere margen de maniobra. Por un lado, debe ser pacífica, pero por el otro debe contener la represión y el abuso de poder, sobre todo en el marco de un gobierno autoritario competitivo como este.

En conclusión, la calle requiere de los tres sectores y de los tres líderes en los que hoy se divide la oposición: de los pacifistas, para que construyan un mensaje democrático en el que le exijan al que gobierna la rectificación de su forma de gobernar; de los radicales, para que desarrollen las acciones pertinentes que le hagan costosas las actividades de represión brutal al gobierno; y de los del medio, que son al final, lo que legitiman la calle y le dan cabida a quien piensan distinto políticamente pero sufren igual el modo de gobernar.