La evolución política, económica y social en los países en vías de desarrollo es muy compleja, no sólo por los dilemas que presenta para las fuerzas sociales, sino también para aquellos que ejercen el gobierno.
En Venezuela, la segunda mitad del siglo pasado estuvo orientada por un paradigma en el cual el desarrollo del país descansaría en una economía dependiente de la renta petrolera y en la masificación de la educación para procurar el desarrollo humano y la estabilidad del reciente orden político alcanzado con la democracia.
Así, la democracia venezolana fue desarrollando movilidad social, educación y avances tecnológicos que restaron importancia al análisis de los problemas políticos que se estaban gestando y que serían el detonante de la ruptura democrática a finales de siglo.
A mediados de los años ochenta, los profesores Ramón Piñango y Moisés Naím del IESA nos alertaron sobre algunos de los problemas que se venían manifestando de manera casi imperceptible. La ineficiencia, ingobernabilidad e incapacidad para administrar los conflictos fueron algunos de sus hallazgos que empezaban a contrastarse con el deficiente desarrollo institucional para el mismo período. La brecha no sólo era económica, sino política.
Los venezolanos nunca fuimos educados sobre la importancia de la política para el desarrollo del país, por el contrario, el intercambio social sobre el tema siempre mostró la política como ese espacio negro y sucio, donde caían los hombres con aspiraciones de enriquecerse a costa de los demás. Paradójicamente, eso es lo que sucedía con algunas empresas en su relación con el Estado.
Las primeras expresiones del “bachaqueo” contemporáneo se pueden encontrar en la forma como algunos empresarios se ganaban los contratos del Estado: coimas, comisiones en porcentajes de las obras contratadas, entre otros. Mientras esto ocurría, la política se deterioraba y la moral cívica sólo tenía una aproximación conceptual e inútil en el currículo educativo. La sociedad se “educó”, mejoró su calidad de vida y generó demandas que el desarrollo institucional no pudo enfrentar, no sólo desde su función conciliatoria dentro de las relaciones sociales, sino desde el punto de vista político y moral. La idea de interés público se fue desdibujando y tomaba forma sólo como recurso discursivo en temas de justicia social, pero no como objetivo político. Los medios para alcanzarlo quedaron libres del límite moral y la regla “los medios también justifican el fin” perdió sentido.
Los escándalos y casos de corrupción aumentaron entre quienes gobernaban, el ciudadano fue perdiendo interés por la política y ésta fue asumida casi en su totalidad por los partidos políticos. Los espacios de participación se fueron cerrando, no sabríamos decir si como consecuencia de la falta de interés, como acto deliberado para no someter al poder a escarnio público o por las dos anteriores. Lo cierto es que la política se devaluó junto con la moneda y comenzó a afectar el propio sistema político: la democracia.
El Caracazo, el Golpe de Estado del año 1992 y el sobreseimiento de una causa golpista fueron tres hitos principales que advirtieron el desmoronamiento del período democrático. Hoy después de 17 años terribles para la política venezolana, en donde se procuró un orden social basado en el chantaje, la intimidación y el miedo y un orden político bajo un pensamiento único, sin pesos ni contrapesos, sin espacio para el disenso y la pluralidad de ideas, nos encontramos con otra oportunidad para aprender.
Aprender que la política es el espacio en donde todos los ciudadanos participamos para acordar acciones que nos benefician como sociedad; que la política es un espacio agonal donde el conflicto no supone la eliminación del otro, sino la oportunidad de buscar mejores argumentos para conciliar; que la política no es sólo de los partidos políticos sino también de las fuerzas sociales y de la sociedad en general que conforma una comunidad política sin fines partidistas ni pretensiones de representatividad electoral; que la política es cuestionamiento al poder que gobierna y exigencia de rendición de cuentas; que la política es nuestro derecho constitucional y nuestro deber cívico.
El 6 de diciembre tenemos una nueva oportunidad de aprender de nuestros errores, no sólo por ir a votar, sino hacerlo con la convicción de que los políticos ya no podrán valerse de nosotros porque sólo nos interesa el acto del sufragio. Por el contrario, debemos hacerle sentir de manera categórica que nuestro voto hacia ellos es un acto originario de representación, y como tal, vigilaremos su desempeño, contradicciones y actos de peculado que abochornen la confianza que les otorgamos. Debemos aprender a exigir más por nuestro voto porque ya vimos los efectos de una mala elección en nuestro ámbito privado ¿cómo nos ha afectado la escasez de alimentos, medicinas, repuestos de vehículos y pañales por ejemplo? ¿cómo nos ha cambiado la vida producto de la inseguridad que vivimos? ¿cómo se han visto afectada nuestras relaciones personales con amigos y familiares que se han ido del país?
Aprendamos que lo económico no es suficiente para desarrollar al país y lo político no se limita a lo electoral, sino que exige de participación y de un acto valorativo por parte del ciudadano. Nuestra prioridad debe ser generar instituciones fuertes que canalicen el conflicto y permitan acordar soluciones a las demandas de los ciudadanos, que sean medios eficientes del buen gobierno y que sean coherentes con la moral cívica de una sociedad orientada al bienestar. Nuestra prioridad es cerrar primero la brecha política antes que la económica y la única forma de lograrlo es que tomemos conciencia de la importancia de nuestra participación activa en los asuntos públicos, no como miembros de un partido político, sino como ciudadanos que procuran una sociedad equilibrada y justa en términos de sus oportunidades.