La sola propuesta de una elección, sin antes lograr la separación del poder del régimen y de la conformación de un gobierno de transición, no sólo deja en evidencia la imposibilidad de resolver esta guerra no convencional por los propios venezolanos, sino también la peligrosa subestimación que tanto gobernantes occidentales como algunos actores políticos venezolanos hacen del régimen. No creo que en los actuales momentos en Venezuela se pueda hablar de sistema político, pero sin duda se puede hablar de “ecosistema criminal” para referirnos a la dinámica de las relaciones sociales en este territorio Occidental delimitado por la cartografía mundial como Venezuela.

Desde hace algunas semanas, observo con preocupación el esfuerzo de algunos opositores venezolanos por patrocinar una opción electoral como salida al régimen chavista, ante la aparente imposibilidad de completar siquiera -por los propios venezolanos- el primer hito de la ruta establecida por el presidente encargado Juan Guaidó: (i) el cese de la condición de usurpación de Nicolás Maduro decretado por la Asamblea Nacional de Venezuela en el mes de enero de este año, (ii) la conformación de un gobierno de transición y (iii) la celebración de elecciones libres que nos permitiera (a los venezolanos) elegir en justa y libre competición nuestro gobernante por primera vez en 20 años.

Pocas concepciones políticas están sometidas a tantas presiones interpretativas como la cosmovisión de “Occidente”. Sin embargo, hoy el problema de Occidente parece ser otro, no sólo un problema hermenéutico sino también ontológico.

Con la tercera ola de democratización descrita por Samuel Huntington, Occidente pareció consumar las aspiraciones políticas de todo individuo en torno a un sistema que le garantizara los valores de libertad, seguridad y progreso, que se vieron enaltecidas a partir del desplome de los regímenes comunistas de la Alemania Oriental y la Unión Soviética, producto de la fatiga económica y social que el modelo causó en sus sistemas políticos.

Occidente pareció vencer los peligros externos. La victoria sobre el enemigo comunista, Francis Fukuyama hizo pensar a algunos estudiosos de las ciencias sociales, que su tesis sobre “fin de la historia” en los términos ideológicos era un triunfo epistémico. Idea que se reforzaba a medida que la ola democratizadora abarcaba más países y crecía la percepción de que lo único que ella necesitaba para mantenerse eran instituciones fuertes.

Occidente y su sistema político, la democracia liberal, no tomó en serio la preocupación que los antiguos y los primeros modernos vieron en ella: la posibilidad de pervertirse. Así, la sensación de superioridad política que surgió en aquellos países que habían vencido al comunismo desde la razón histórica, los cegó para reflexionar sobre otros peligros. A diferencia de Hannah Arendt, que consideraba el germen totalitario como una excepción de Occidente, otros estudiosos como Claude Lefort afirman que en su esencia la democracia contiene el germen totalitario que la puede destruir, con lo cual coincido.

Una de las grandes fortalezas de los sistemas políticos, se mide en su capacidad para asimilar las amenazas. Así, la democracia encontró la ley para enfrentar los peligros internos y el estado de excepción para males aun mayores a lo interno y externo. Cuando un individuo atenta contra el Estado de Derecho, la ley y el castigo representan los medios de reinserción al sistema democrático, y cuando una amenaza supera la capacidad de las leyes para ser contenida, el estado de excepción recupera para el que detenta el poder la antigua figura de soberano y lo posibilita a actuar de modo tal, que pueda contener la amenaza suspendiendo las leyes que lo podrían atar de manos en condiciones normales.

Claro está, el liberalismo vigilante del poder hasta en esas circunstancias le permite al “soberano temporal” la posibilidad de actuar discrecionalmente sin que ello suponga arbitrariedad. Ese es el gran artefacto político que nos legaron los romanos para contener los mayores peligros a la República. Sin embargo, tal como pasó con Roma, la democracia y sus artefactos, pueden ser utilizados en su contra. Lo peor es que esto puede ocurrir sin percatarnos que sucede.

Desde su instauración moderna, la democracia parece haber desplazado tres categorías vitales para su desarrollo: soberano, legitimidad y valores fundamentales. Las mismas que la llevaron a vencer, parece que hoy la condenan.

Sobre la categoría “soberano”, la democracia pareció olvidar que el intento liberal por contener el poder de hacer a voluntad, tenía que ser vigilado y que no bastaba separarlo en partes (Poderes del Estado) y colocarle un grillete (constitución y leyes) pues esta construcción del Estado moderno podía ser pervertida usando sus mismos procedimientos. De hecho, fue el propio Hugo Chávez quien nuevamente se encargó de demostrar esto, al hacerse de todos los poderes del Estado venezolano posterior a la creación de su propia constitución, rescatando con ello la figura del soberano pre moderno para actuar, pero siempre ocultándola en la fantasía retórica del soberano moderno. Así, en el discurso chavista el pueblo es siempre soberano, cuando en realidad al pueblo le pasaban una aplanadora sobre su voluntad cada vez que se expresaba contrario a los designios del presidente.

Con la legitimidad, el problema parece ser aún mayor. El sistema político democrático pareció desplazar, de facto, la fuente de legitimidad que significaba la preservación de la vida, al cumplimiento del ordenamiento jurídico establecido en cada sistema político, aunque éste atentara incluso contra la propia vida de sus ciudadanos. De lo contrario, no se me ocurre otra manera para explicar cómo el chavismo logró anular el condicionante de Tomás Hobbes para explicar la razón del Estado, el cual se expresa en los términos de que si el Estado no puede garantizar la seguridad de sus ciudadanos, el individuo tiene todo el derecho de romper el pacto que crea al Estado.

Hoy en Venezuela existe un proceso de eliminación sistemática de sus ciudadanos y parte de la comunidad occidental aún aboga por salidas conciliatorias inviables, al tiempo que venezolanos mueren o abandonan su propiedad, sus afectos, sus raíces; es decir, su país natal. Recordemos que previo a la modernidad, defender la vida era tan legítimo que se aceptaba como salida política adecuada el derecho a la vida del individuo frente a la del tirano.

La realidad de hoy en día parece decirnos que el chavismo logró no sólo imponer una “legalidad” al genocidio, sino convencer al mundo de que el uso de la fuerza es algo inconveniente para salvar vidas, aunque los mecanismos civilizados de dirimir los conflictos (diálogo, negociación, elecciones, entre otros) sean inocuos para frenar siquiera la catástrofe humanitaria. Occidente subestimó tanto la ideología criminal, que pensó que las sanciones no sólo podían asfixiar al régimen chavista, sino propiciar un quiebre militar que jamás fue posible.

Un régimen político que se despliega desde una nueva forma totalitaria, implantada de facto en un ecosistema criminal que tiene la estética de un sistema político tradicional, no puede contener, en sí mismo, mecanismos distintos a la fuerza externa para disolverse. El único sistema político en el que se puede hacer esto (disolverse a través de sus propios procedimientos) es la democracia, cuando se pervierte la tercera categoría: los valores fundamentales.

La democracia, con todo sistema político inacabado, es el único que permite la autopoiesis, en los términos que lo refiere Niklas Luhmann en favor del individuo siempre y cuando se respeten y se consideren los valores fundamentales. Esto quiere decir, respeto a la vida, a la propiedad y a la libertad. Cuando salen ciudadanos a tratar de convencerlo a usted, de que ser demócrata es permitir que el chavismo forme parte del juego político, después de ser responsable de un genocidio y de la destrucción de familias y de un país, olvidan el respeto a la vida. Pero también demuestran que jamás se han leído la paradoja de la tolerancia de Karl Popper.

Y es precisamente ese olvido, el que aprovechan los enemigos de Occidente para actuar desde la impunidad de sus crímenes no sancionados dentro del juego democrático, para ir accediendo LEGALMENTE a puestos de poder, que les permitan nuevamente atentar contra su vida y contra su propiedad. Ese es peligro de creer que los valores fundamentales de la democracia son canjeables en nombre del pragmatismo. No comprender, en este caso, que dichos valores son pétreos es condenar a muerte la democracia.

Para finalizar, hay tres aspectos que quiero alertar a propósito de esta reflexión. El primero, es que considero que las sociedades americanas no se han percatado que ya tienen el germen totalitario en su interior; es decir, el enemigo se engendra en su propia sociedad. La inserción de otras culturas en las sociedades, junto con la diáspora de otras latitudes, han permitido que no sólo gente valiosa forme parte de esa sociedad, sino también operadores políticos de procesos totalitarios cuya misión es articular y promover movimientos sociales que irán presionando sobre los valores más conservadores de la sociedad, y también sobre los valores políticos conservadores que sustentan la democracia.

Lo anterior me permite hablar del segundo aspecto: los movimientos sociales. Estas agrupaciones, legítimas en democracia como mecanismos para ampliar los derechos civiles, serán usadas para crear demandas y fatiga a la sociedad y al sistema. Los movimientos sociales se convertirán en la forma que usarán los aliados del régimen para procurar la no intervención de fuerza externa en Venezuela, haciendo de la democracia su mejor aliado para presionar a los gobernantes que sean ajenos sus ideologías afines con el Foro de São Paulo. Los movimientos sociales son empleados como el ejército más poderoso que tienen los antioccidentales para promover [o evitar] los cambios en esta guerra no convencional.

La fortaleza del chavismo, y en general del Foro de São Paulo, es la promoción y articulación de estas fuerzas sociales, que resultan más poderosas que los antiguos sindicatos, porque no se burocratizan ni son asimiladas por el sistema. Actúan en él sin pertenecer a él. Es la tesis de multitud de Antonio Negri, con la diferencia de que éstos sí son utilizados para alcanzar el poder. Es decir, son parte de la maquinaria que pretende destruir la democracia desde la democracia.

El tercer y último aspecto del que creo debemos estar atentos, es que estamos frente al despliegue de tres laboratorios antioccidentales. Venezuela fue el primero y le permitió a sus enemigos la experiencia de entrar en las democracias y desarrollar su proyecto ocultándose en la propia democracia, haciéndolo invisible ante el mundo Occidental.

El segundo experimento es México. La experiencia del caso venezolano ayudó a AMLO a llegar y a desplegarse en el poder sin actuar fuera de la ley, aunque en algún momento pueda actuar contra ella puntualmente (si llegara a ocurrir, utilizará el olvido del que hablé antes para superar ese momento). Los Estados Unidos Mexicanos es el primer país con la mayor cantidad de personas de habla hispana, que le permitirá al Foro de São Paulo conocer cómo se controlan grandes volúmenes de personas a partir de los mecanismos de control que se probaron en Venezuela.

Y el tercer laboratorio -al menos para mí- y que aún está en diseño, es Chile. Éste le dará la posibilidad de aprender cómo operar en países con instituciones democráticas fuertes en una sociedad que es casi del primer mundo. En el ínterin, es muy probable que las democracias de Colombia y Argentina puedan perderse.

Como lo veo y entiendo, Venezuela es hoy la vida o la muerte de Occidente, pues en ella se pone de manifiesto la forma como los gobiernos y los ciudadanos de los distintos países de América entienden el peligro que está dentro de su sociedad. No se trata de liberar a Venezuela, sino de salvar a Occidente.